LA RUTA DE LA SEDA
LA RUTA DE LA SEDA.
Tradicionalmente, se ha considerado al mar Mediterráneo como un nudo fundamental de comercio entre civilizaciones. Esto es verdad para las primeras culturas históricas europeas. Sin embargo, se tiende a olvidar que, hasta el Siglo XV, fue en torno al Océano Índico y a las estepas y desiertos de Asia Central donde surgieron las rutas más sólidas, estables y perdurables, y las que unieron efectivamente a la mayor parte de pueblos y culturas del Viejo Mundo. La importancia de las mismas está siendo convenientemente revalorizada en la actualidad, y en este sentido citamos:
Esas rutas eran una especie de sistema nervioso central del mundo, una red que une y conecta pueblos y lugares, pero que se encuentra bajo la superficie, invisible a simple vista. Del mismo modo en que la anatomía explica el funcionamiento del cuerpo, comprender esas conexiones nos permite entender cómo funciona el mundo.[1]
El comercio asiático seguía dos ejes, el terrestre y el marítimo. El primero se conoce tradicionalmente como La Ruta de la Seda, nombre acuñado por el geógrafo alemán Ferdinan von Richthofen, en 1877. Utilizaremos esta denominación, a pesar de que resulta un tanto equívoca, porque sabemos que no solo se transportaba seda, sino también productos de lujo, especias y artesanía; ni tampoco era un único camino, sino un entramado de conexiones, ciudades y oasis que cruzaban los valles y territorios esteparios y desérticos del centro de Asia. En este sentido, numerosos autores lo denominan “las rutas de la seda”, en plural, haciendo alusión a esta realidad.
Parece lógico suponer que los contactos se intensificaron y ampliaron con el paso del tiempo. Tenemos constancia de sedas chinas en Occidente desde el año 550 a.C., pues en el cementerio de Kerameikos de Atenas se han encontrado fragmentos de dicho tejido. Y también sabemos que muchos tramos de comercio terrestre que después se integraron en la Ruta de la Seda, ya funcionaban al menos desde el neolítico, desde tiempos inmemoriales, aunque seguramente tenían un alcance más limitado. Por ejemplo las rutas del lapislázuli que los sumerios obtenían del actual Afganistán, o del Jade que las primeras dinastías chinas compraban en la frontera con la actual Mongolia, se integraron a la perfección dentro de esta ruta continental. Simplemente se fusionaron y formaron un camino más largo. De manera que desde lo más profundo de la prehistoria el ser humano había intercambiado y comerciado siguiendo estos caminos, y es por eso que resulta tan complicado explicar cuándo se iniciaron realmente.
Pero entre los Siglos I a.C. y II d.C., este comercio terrestre se asentó, y se estabilizó. Fue entonces cuando se reforzaron las rutas con puestos de caravasares y fuertes militares que protegían los caminos de los bandidos, y se desarrolló una cadena de ciudades esplendorosas y opulentas, auténticos puertos terrestres en ocasiones en parajes esteparios o desérticos, y este trazado apenas sufrió cambios destacables hasta los descubrimientos geográficos europeos del Siglo XV. Además, su influencia abarcaba la práctica totalidad del mundo civilizado, y tenía gran relevancia en cuanto al volumen de las mercancías transportadas como a su importancia para las distintas regiones.
Esta nueva realidad favoreció la inclusión formal de Extremo Oriente en los circuitos de comercio internacionales, y podemos tomar como hito fundacional el dominio chino del corredor del Gansu en el año 119 a.C., que les abrió las puertas del mundo. A partir de entonces, el resto de culturas tuvieron noticias de la existencia del colosal imperio, e incluso se enviaron delegaciones diplomáticas. Como consecuencia, en el Siglo II d.C. se vivió un auge comercial sin precedentes, y el Imperio Romano intercambiaba grandes cantidades de productos con oriente.
Este auge de la Ruta de la Seda, viene impregnado de cierta leyenda que recogen las fuentes escritas. La China Han enviaba sedas a los pueblos bárbaros limítrofes con la intención de apaciguarlos, más que para obtener un beneficio económico. Y en el año 139 a.C., el emperador Wudi se interesó por lo que ocurría con el codiciado producto una vez lo recibían. Envío al general Zhang Qian para averiguarlo. El militar constató que los Xiong-nu, un pueblo estepario asentado en la frontera, comerciaba con sus vecinos, y que la seda avanzaba de territorio en territorio a través de incontables intermediarios, que se enriquecían y lo encarecían. Llegaba un momento en que la propia seda se utilizaba como moneda de cambio, aunque después se perdía su rastro. Nosotros sabemos que llegaba hasta el Imperio Romano.
Al parecer los chinos guardaron en secreto las técnicas para fabricar la seda durante siglos, y pocos podían imaginar que algo tan valioso procediera de unos modestos gusanos, lo que les aseguró el dominio de un lucrativo monopolio comercial. Pero cuenta otra leyenda que esta situación terminó en los siglos VI-VII d.C., cuando dos monjes bizantinos trajeron escondidos varios gusanos de seda a la corte del emperador Justiniano, en un temprano ejemplo de espionaje industrial. No sabemos si esta leyenda es cierta, en cualquier caso, sí lo es que los musulmanes extendieron la sericultura por todo el Mediterráneo.
De forma que China no tardó en comprender el valor de las nacientes rutas comerciales, y mandó sus tropas hacia el área de la cuenca del Tarim, donde instalaron una red de fuertes militares, protectorados y enclaves caravaneros, y tratarían de asegurarse el control de estas avanzadillas estratégicas durante los próximos milenios. Por si esto fuera poco, se trataba de una zona de importancia minera, donde existían preciados yacimientos de jade.
No se equivocaban, pues en los siglos posteriores este comercio no hizo sino acrecentarse. Debemos imaginar una serie de conexiones a través de valles y oasis, que hicieron florecer ciudades comerciales en el Asia central, como la célebre Samarcanda, Taxila o Begram, esta última a 80 kilómetros al norte de Kabul.
El comercio por las rutas terrestres se interrumpió intermitentemente, en las etapas turbulentas. Pero siempre volvía a renacer, e incluso se amplió. Lo hizo al menos desde el Siglo XII, ahora hacia el norte, incorporando rutas que bordeaban el Mar Caspio y el Mar Negro. Y surgieron nuevos núcleos comerciales como Karakorum, Astrakhan, Caffa, etc. En estas nuevas vías, se empleaban tanto barcazas como trineos.
Porque la historiografía tiende a afirmar que la relevancia de la Ruta de la Seda consistía en que conectaba Europa con el Extremo Oriente. Dicho papel efectivamente fue destacable, y poseyó importantes repercusiones, y generó una literatura más que notable, no exenta de cierto romanticismo, con imágenes vinculadas a caravanas formadas por largas filas de camellos a través del desierto. Lo queda sino olvidado, al menos oscurecido, es que la Ruta de la Seda conectaba una infinidad de territorios intermedios, y lo hacía desde antes de la aparición del hecho urbano. Por tanto, es falso que las rutas terrestres asiáticas se interrumpieran en algunos momentos de la historia, ya que solo lo hicieron en algunos de sus tramos. Más preciso sería afirmar que durante algunas décadas dejaron de comunicar los dos extremos del Viejo Mundo, esto es, Europa y China.
Esto ocurrió, por ejemplo, a partir del Siglo III d.C., también en época de la dinastía Song, cuando algunos caminos se volvieron inseguros. En cualquier caso, el comercio entre Oriente y Europa continuó a través del Índico, y en ningún momento el Imperio Bizantino dejó de recibir sedas y especias orientales.
Así pues, debemos matizar la relevancia de las rutas caravaneras terrestres que, no podemos olvidar, incluso en los momentos de esplendor del Imperio Romano compartían buena parte del comercio con las marinas, y acabaron por ser menos relevantes. También debemos señalar que, por razones obvias, dichas rutas se limitaban a productos de lujo, de gran valor económico pero escaso peso. Finalmente, consideramos que la importancia fundamental de las rutas terrestres radica en que se anticiparon a las marítimas, y en que conectaron vastas regiones continentales del centro de Asia, desde épocas ancestrales, y quizá el hecho de menor trascendencia fuera que permitían el comercio de China con Europa.
Respecto al segundo gran nudo de intercambios fue marítimo, a través del Océano Índico. El viaje de Marco Polo tuvo una gran repercusión en el imaginario colectivo occidental, al menos desde la reedición de su célebre Libro de las maravillas del mundo. E incluso hoy en día el conocimiento de su gesta a través de la Ruta de la Seda es generalizado, admirado y objeto de documentales y publicaciones. Lo que se tiende a olvidar, es que el veneciano regresó a casa por mar, por un camino más rápido, más utilizado, más seguro, más cómodo y de mayor trascendencia en su época; si bien más prosaico y de tintes menos románticos.
El comercio marítimo a través del Océano Índico, se vertebró unos siglos más tarde que el terrestre. Al tiempo que se asentaban imponentes civilizaciones en las costas del Índico, y surgieron prósperas ciudades desde Mozambique hasta Java.
El comercio en las aguas occidentales de dicho océano se remonta, como poco, al III milenio a.C., y fue ejercido entre las civilizaciones del Indo y Mesopotamia, principalmente a través de las costas del Golfo Pérsico y del Mar Rojo. El tráfico en el Océano Índico Oriental, lo encontramos plenamente desarrollado al menos desde el 500 a.C., cuando surgieron destacadas ciudades, estados y civilizaciones en el Sur de Asia, y arrancó el proceso de urbanización del área del arroz, de clima monzónico. Pero ambos bloques comerciales se encontraban separados y distanciados, y nuevamente precisaban unirse y fusionarse.
En relación a esto último, citamos otra hermosa leyenda. La gesta que supuestamente realizaron el alejandrino Hippalos y su acompañante Euxodos de Cícico, que, según fuentes griegas e indias, habrían descubierto una ruta a través del Mar Rojo hasta Musiris, ciudad legendaria situada en el sur de la India. La grandeza de la hazaña consistiría en que consiguieron avanzar en mar abierto durante treinta días con sus noches, y en que habrían descubierto el mecanismo de navegación de los vientos monzones. Con ello se facilitó notablemente la navegación por el Índico[2], y podríamos considerar a estos alejandrinos algo así como el Cristóbal Colón de su época.
Sin importar la veracidad no comprobada de estos hechos, a principios del Siglo II d.C. las rutas comerciales del Océano Índico parecían definidas y estructuradas, con una continuidad evidente, que llegaba desde Alejandría hasta Cantón, y no se modificaron siquiera con la irrupción de los europeos en la zona. Si no es por cambios políticos y estratégicos que dirimían qué potencia las controlaba.
Así, un manual de comercio griego, El periplo del mar Eritreo, del Siglo I d.C., ya informa sobre la navegación entre el mar Rojo y la India, utilizando los vientos monzones. En esta época, ya hay evidencias fehacientes de intercambios entre todas las civilizaciones dignas de ese nombre en el Viejo Mundo, tanto por las rutas terrestres como por las marítimas, y se encuentran productos de la India, Roma, China, Axum, etc., respectivamente en cada una de ellas.
En el Siglo II d.C., hay testimonios de que hasta 120 barcos de propiedad griega unían cada año los puertos del mar Rojo y de la India. Por lo que sabemos, rara vez navegaban más allá del subcontinente, y compraban productos chinos a los comerciantes nativos. Es probable que chinos e indios también comerciaran por mar, y tuvieran un punto de unión en Oc Eo, al sur de Camboya. Y nuevamente citamos:
En una amplia variedad de yacimientos, en lugares como Pattanam, Kolhapur y Coimbatore, se han recuperado ánforas, lámparas, espejos y estatuas de dioses romanos. Se han hallado tantísimas monedas de la época del reinado de Augusto y sus sucesores en la costa occidental de la India y en las islas Laquedivas que algunos historiadores argumentan que los gobernantes locales utilizaban las monedas romanas de oro y plata como moneda propia o, quizá, las fundían para reutilizar esos metales.[3]
El imperio romano exportaba vidrio, metales, tejidos, coral rojo, cerámica y, sobre todo, moneda. La balanza comercial era deficitaria para ellos. Mientras que importaba incienso de Arabia, seda de China, piedras preciosas y especias de la India…[4] Ciudades como Palmira, Petra, Alejandría..., florecían con este comercio.
Y en siglos sucesivos, estas vías oceánicas no hicieron más que asentarse y consolidarse, y sobrepasaron en volumen a las rutas terrestres desde el Siglo X d.C., a pesar del riesgo de tifones y la dificultad de navegación de los vientos monzones.
Una presencia esencial en el transcurso de estas rutas, fueron los pueblos situados en estas costas del Índico, que prosperaron como auténticas metrópolis comerciales. Más adelante, desde el Siglo VII d.C., los musulmanes controlaron estas rutas, y progresivamente se apoderaron de sus enclaves estratégicos, y aprovecharon para extender su religión, especialmente en la zona de Insulindia y en la costa oriental africana. Finalmente irrumpieron los portugueses, los holandeses, los franceses y los británicos, desde el Siglo XVI.
Por tanto, podemos considerar dicho océano y la región del Asia Central, como el eje principal del comercio internacional de la época, tanto en volumen de las transacciones, flotas y caravanas que lo surcaban, valor y relevancia de las mercancías, extensión geográfica, etc. Y no es arriesgado afirmar que sus aguas vincularon a todos los pueblos civilizados del Viejo Mundo, desde el Mediterráneo hasta Japón, al menos hasta la conquista de América y el desarrollo de las rutas atlánticas y del pacífico.
En el mapa se ven las redes de comercio en torno a los Siglos II y III d.C., un momento clave en que se asentaron y consolidaron, y permitieron un intercambio continental que llegaba a todos los extremos. Y en que además, se abrían nuevas conexiones marítimas a través del Océano Índico. Observamos que estas rutas abarcaban la práctica totalidad del mundo urbano de la época, que en aquel momento se ceñía a la Franja Latitudinal de la Civilización. La línea gruesa corresponde a la llamada “Ruta de la Seda”.
Finalmente, quisiéramos señalar otro error conceptual, que induce la denominación de “Ruta de la Seda”, este es considerar que se trataba de un camino estático e inamovible, una entidad fija. Cuando la realidad es que se trataba de un sistema comercial increíblemente dinámico y flexible, que se modificó continuamente a lo largo del tiempo. Y lo cierto es que esta compleja red de comercio no dejó de ampliarse con el paso del tiempo, gracias al desarrollo de nuevas culturas urbanas. Y todas las nuevas redes que surgían, se vinculaban e integraban dentro de ese sistema más grande de interconexiones continentales que se dieron en el Viejo Mundo durante la Edad del Hierro.
Podemos mencionar algunas de estas ampliaciones, por ejemplo los nodos de comercio que se establecieron entre las distintas islas de Insulindia, o las rutas del Mar de China y del Mar de Japón. En el otro extremo de la masa continental, el Mediterráneo Oriental se encontraba perfectamente conectado a las redes principales, a través de emporios comerciales como Alejandría o Damasco. Pero el Mediterráneo Occidental y Europa constituían un área periférica, que en numerosas ocasiones vio amenazado su contacto con las principales rutas asiáticas, y entorpecido su comercio, por ejemplo cuando el Imperio Otomano decidió bloquearlo.
También se desarrollaron nuevas rutas a través del desierto del Sahara Occidental, que conectaban el área del Sahel con el Mediterráneo, a través de una red de oasis y puntos de agua. Especialmente desde que se introdujo el camello asiático, aunque recientes hallazgos arqueológicos demuestran que carros con caballos pudieron atravesarlo bastantes siglos antes. Y dentro del continente africano, también encontramos el comercio a través del Río Nilo hacia Sudán.
Con lo que la idea es bastante sencilla de entender, conforme se extendía la civilización, lo hacían también las rutas de comercio. Ambos procesos son inseparables, son la misma cara de una sola moneda.
En el mapa se indican las rutas comerciales ya en una fase avanzada, que podríamos situar en torno al Siglo XIV, previa al expansionismo europeo. Si comparamos con el mapa anterior, que situábamos en torno al Siglo II-III d.C., observamos que las redes de comercio no han dejado de ampliarse, en la misma medida que lo han hecho las ciudades.
Por tanto, el comercio fue un hecho extremadamente importante durante la Edad del Hierro, cuando medró sin freno y superó sus límites tradicionales. Aparecía una red de comunicación de tamaño continental, que unía todos los rincones de Eurasia y parte de África, en un proceso gradual y progresivo.
Las incipientes civilizaciones del Viejo Mundo nunca se mantuvieron aisladas, sino que establecieron entre sí sólidos lazos que fortalecieron, alentaron y motivaron no solo el intercambio material, sino el discurrir de toda suerte de ideas, plantas, animales, inventos, tecnologías, religiones, enfermedades..., a una escala sin precedente. Y es obvio que dicho fenómeno guarda una íntima relación con la extensión de la civilización que se vivía en la época.
Mc Neill denomina a este fenómeno la "Red del Mundo Antiguo", y también se ha definido como: los inicios de la globalización. Término que debería ser matizado y puesto en su correcta perspectiva histórica.
Mucho antes de que lo europeos realizaran sus propios descubrimientos geográficos, la práctica totalidad del mundo euroasiático -lo que Mc Neill denomina la Ecumene-, se encontraba íntimamente relacionada gracias al comercio, y las regiones más alejadas se conectaban a la red principal con otras aledañas. Un intercambio que se incrementó y expandió a medida que pasaban los siglos, y que alcanzó varios apogeos, por ejemplo en la época del Califato Abasí y la China Tang, o en torno a los Siglos I y II d.C.
VÍDEO EXPLICATIVO:
[1] Peter Frankopan. "El Corazón del Mundo, una nueva Historia universal". Ed. Crítica. 2018. Pg. 7.
[2] L. Sprague de Camp. The golden Wind. Doubleday. Nueva York. 1969.
[3] Peter Frankopan. "El Corazón del Mundo, una nueva Historia universal". Ed. Crítica. 2018.
[4] Geoffrey Parker y VVAA. Atlas de Times de la Historia de la Humanidad, editorial The Times Books, 1994. GSC. Barcelona.
[5] Craig A. Lockard, Asia siembra las semillas de la globalización. Microsoft ® Encarta ® 2006. © 1993-2005 Microsoft Corporation.
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